Por Elizabeth
No sería justo
contar mi historia sin empezar hablando de mi madre. Cuando tenía 18 años tuvo
una relación con un hombre mayor que ella. Más tarde, supo que estaba casado y
tenía familia. Pero el golpe más terrible
vino cuando descubrió que había quedado embarazada de mí. Cuando se lo
comentó, aquel hombre decidió hacer lo que todo adúltero suele hacer: le
propuso el aborto, así se libraría de mí y ocultaría su infidelidad.
Lo cierto es que
mi madre lo consideró. Era joven, acababa de empezar la universidad y apenas
sabía nada sobre el aborto, mucho menos sobre la adopción. Ella nunca había
asociado la palabra “aborto” con “asesinato”. Desconocía que mi corazón ya
estaba latiendo, incluso antes de que se hubiera dado cuenta de que estaba
embarazada.
Pero el hecho de
que mi madre no me quisiera no significa que yo no fuera amada. Y así, Dios
quiso que a esa pobre mujer le faltara el dinero necesario para deshacerse de
mí. De esta manera, salvé mi vida. Mi padre biológico, que se había
desentendido del todo cuando mi madre quiso seguir con el embarazo, no sabe
nada de mi existencia.
Pocos años
después, mi madre se casó y se divorció de un hombre que me adoptó y al que
todavía hoy llamo padre. Años después del divorcio, empezó a salir con otro
hombre que abusó sexualmente de mí, desde los 8 a los 11 años. Sólo años
después de que aquel malvado desapareciera de mi vida me vi con fuerza para
revelar aquel horror sufrido y todavía tendrían que pasar unos cuantos años más
para que, tanto mi madre como yo, encontráramos la paz que tanto ansiábamos.
Por aquel
entonces tenía una formación sexual muy pobre en la que relacionaba sexo con
amor. De hecho, seguía los pasos de mi madre, perdida y desorientada. Con
apenas 15 años empecé a salir con un muchacho. Me drogó y se aprovechó
sexualmente de mí.
No recuerdo
absolutamente nada de lo que sucedió aquel día. Parte de mí todavía se pregunta
si la pérdida de memoria fue resultado de las drogas ingeridas o una bendición
de Dios. ¿Quién querría recordar el hecho de ser brutalmente violada?
Lo que sí
recuerdo es que seis semanas después de lo acontecido me di cuenta de que
estaba embarazada. Recuerdo quedarme petrificada, especialmente porque debía
contárselo a mi madre. Creía que no podía decírselo a nadie, y teniendo en
cuenta los abusos pasados, pensaba que aquello debía ser lo más normal. Así que
decidí quedarme callada. Ahora, mirando hacia atrás, deseo que haber tenido el
valor de decir la verdad. Ahora sé que mi familia habría luchado por mí y me
habría defendido.
Todos aquellos
que lo sabían me animaban a abortar. El padre del muchacho que me violó se
ofreció incluso a pagarme la intervención. Me avergüenza reconocer que concerté
una cita para acabar con la vida de mi hija. Pero, mi carácter inquieto hizo
que visitara un centro para ayuda a mujeres embarazadas pocos días antes de la
cita con el abortorio. Simplemente, quería más información. La providencia
quiso que el técnico de ultrasonidos estuviera en el centro y me realizaron una
prueba.
“Bump”
“bump” “bump”.
Todo se paró a mi
alrededor. Me faltaba aire. Cada fibra de mi ser se puso en guardia. ¿Era
aquello un latido? La recepcionista de la clínica abortista y todos aquellos a
los que confíe mi situación me decían que llevaba simplemente un puñado de
células. Y yo sabía que un simple tejido no tiene latidos. Algo no encajaba.
Querían engañarme.
Tuve claro que no
podía abortar. A mis 15 años desconocía muchas cosas pero sabía que no podía
detener aquel corazón al que oí latir con tanta fuerza.
Abandoné el
hogar. Durante los meses siguientes dormía en el sofá de algunas amigas e
incluso pasé una temporada con mi padre adoptivo.
Nunca antes había
estado tan enfadada. Estaba enojada con Dios. ¿Quién se pensaba que era yo?
¿Qué le había hecho yo para merecer todo aquello que me estaba pasando? ¿Por
qué Dios me había hecho sufrir tanto desde mi nacimiento? Abusada sexualmente
en mi infancia, ¿había nacido para ser un objeto de los hombres? ¿Era un chica
de usar y tirar? ¿Qué mal le había hecho yo a Dios?
Estaba furiosa.
Entonces, cuando
ya llevaba seis meses de embarazo me tropecé con una mujer, pastor en su
iglesia, que cambiaría mi percepción para siempre de todo aquello. Mientras
tomamos un helado me contó que Dios no sólo me amaba sino que, además, quería
lo mejor para mí y velaba a diario por mi vida y todas mis cosas. Me leyó unos
versos de la Biblia que me reconfortaron totalmente: “Te he llamado por tu
nombre, tú eres mío”. “Conozco los planes que tengo para ti, planes que son
para bien y no para hacerte daño. Planes para darte esperanza y futuro”. “Si tu
madre o tu padre te abandonasen, yo nunca te olvidaré”.
Todavía algo
confusa le pregunté: ¿Aquel Dios al que yo maldecía resulta que me ama y se
preocupa por mí? ¿Él había escrito aquellos versos directamente en lo más
profundo de mi corazón antes de que yo hubiera nacido? ¿Realmente tenía planes
para mí? Y, aún habiendo sido abandonada por mis padres, ¿era posible que Dios
me quisiera, incluso cuando yo le había odiado tanto?
A pesar de mis
dudas aquella tarde me rendí. Terminaron mis pesares y lloré con el consuelo de
saber que Dios me amaba con predilección. Le dije: “De acuerdo, Señor, Tú
ganas. Ayúdame, puesto que no sé qué debo hacer. Llevo en mi seno esta vida que
Tú creaste. Si tienes un plan para ella, por favor, dime cuál es”.
Entonces, como si
de un relámpago se tratara, oí la palabra “adopción”, tan claramente como si
hubiera oído a mi madre pronunciar mi nombre desde el otro lado de la
habitación. Quedé petrificada pero aquel mensaje dejó claro lo que debía hacer.
Me puse en
contacto con el centro de planificación familiar que me había realizado el
ultrasonido y que, a la postre, salvó a mi hija, y ellos me remitieron a una
agencia de adopciones. Escogí a la familia que consideré más idónea y quedé con
ellos.
En ese momento
estaba embarazada de siete meses y medio. Mi pequeña nacería un mes después,
prematuramente.
Sus padres
estaban ya preparados. Su madre estaba conmigo en la sala de parto donde me
practicaron una cesárea de urgencia. No pude alabar a Dios lo suficiente por el
hecho de tenerla allí cerca, a mi lado. Me alisó el cabelló, me transmitió paz
y rezó en todo momento para que tuviera un buen parto.
De pronto oímos
el gemido de un recién nacido. Inmediatamente aquella buena mujer y yo misma
quedamos sumidas en un silencio que podía cortarse. Nunca en mi vida había oído
un sonido tan bello como el de aquella niña. Después, mientras recuperaba
fuerzas en una sala contigua, contemplaba a la pequeña mientras dormía plácida
entre mis brazos. Nunca había visto una criatura tan preciosa como aquel bebé.
Parecía encarnar las palabras de Pablo a los Romanos: “Dios trabaja en todas
las cosas para el bien de los que le aman”(Rm 8,28). Pero es que además,
aquella niña era la prueba de que mi propia vida ya nunca más sería una vida de
odio y rencor. Mi hija era la imagen de Dios, de su amor redentor por mí. Mi
vida ahora era una vida de esperanza, renacimiento y nuevos retos. Dios tenía
planes para mí y para aquella pequeña. Y esos planes habían de darnos a ambas
esperanza y un futuro.
Cinco días
después de haber dado luz abandoné el hospital. Mientras veía como sus padres
se la llevaban en coche rompí a llorar. No por haber sido violada; tampoco
porque sintiera que me hubiera sacado un peso de encima (como algunos han
pretendido enfatizar para reprender mi actitud). Lloraba porque ya la echaba de
menos. Aquella pequeña criatura, una simple bebé, no la hija de un violador, un
estigma o una excepción.
Era un bebé. Era
mi bebé. Su bebé… mi corazón.
Desde que
entregué a mi hija en adopción he llegado a cabo la misión de educar a la
sociedad sobre la realidad del aborto, la adopción y todas las implicaciones
que ello conlleva. El aborto estuvo a punto de silenciarme dos veces pero no he
vivido esta historia para permanecer callada sino para compartirla y no me
detendré hasta que todos los niños sean protegidos.