Me crié en un
hogar cristiano. La relación con mi padre siempre fue bastante difícil porque,
principalmente, faltaba el amor. Pensé que podría llenar este vacío con las
cosas de este mundo, procurando ser aceptada, buscando la atención y el afecto
de los hombres, bebiendo y celebrando fiestas.
Durante años,
ésta fue mi fachada, pero por dentro
estaba vacía. A los 17 años tuve un encuentro con Jesucristo y entregué mi vida
al Señor. Yo era virgen y en ese momento hice una promesa a Dios: Que permanecería virgen hasta el matrimonio y
me alejaría de mi vida pasada: De la bebida, de las fiestas y de esa búsqueda del afecto de los
hombres.
A los 19 años trabajaba
como camarera en IHOP. A menudo, tenía turnos de noche y tomaba el autobús de
regreso a casa pasada la medianoche. Un día, en el trayecto de la parada del
autobús a casa, conocí a un hombre que
parecía muy agradable.
Comenzamos a enviarnos mensajes de texto durante algunas semanas y luego me
preguntó si podíamos pasar ratos en mi apartamento. No me sentía atraída por
él. No quería estar con él, pero tampoco quería herir sus sentimientos. Por aquel
entonces yo era muy ingenua y pensaba que él sólo quería pasar el rato y que
fuéramos amigos. Durante años, luché con la vergüenza de haber dejado entrar a
este hombre en mi casa sin conocerlo realmente. Desde entonces, he aprendido a perdonarme
a mí misma y ser más cautelosa con mis amistades y en la toma de decisiones.
Él estaba sentado en una silla en la salita de estar. Sacó un arma y la puso sobre la mesa junto a él al alcance de su mano. Estaba convencida de que estaba cargada. En aquel momento estaba aterrorizada. Me paralicé.
Durante años, luché en mi interior con preguntas como ésta: "¿Por qué no agarré el arma?". Pero, pensándolo bien, nunca había usado una pistola, ni siquiera sabía cómo quitarle el seguro. ¿Qué hubiera pasado si él me la hubiera arrebatado y me hubiera disparado?.
En aquel
momento sólo pensaba en cómo escaparme. En mi cabeza se oía un solo grito:
"¡Corre! ¡Corre!”. Pero el miedo se había adueñado de mi cuerpo y parecía
haberme quitado toda fuerza muscular. Había escuchado historias de mujeres
violadas y siempre defendía que yo seguro que sabría qué tendría que hacer.
Pero todo cambió. Nunca imaginé que
alguna vez estaría en aquella situación. Sentí que nunca iba a terminar. Me
sentía como una niña pequeña despojada de todo poder de reacción. El tiempo se
detuvo, los ruidos se desvanecieron.
Cuando se marchó, corrí hacia la puerta y la cerré con llave. Me eché al suelo, estaba en estado de shock, me dolía el corazón y las lágrimas fluían sin cesar. Yo era virgen y me había propuesto guardarme para el matrimonio. Mi mundo entero se hizo añicos.
La única persona a la que se lo conté fue a mi mejor amiga. La llamé unos 30 minutos después de la violación y solo lloré y sollocé, diciéndole que algo malo había sucedido. Ni siquiera pude explicarle de inmediato qué me había pasado.
Las siguientes semanas fueron difíciles, pero hice todo lo posible para continuar mi día a día sin llamar la atención. Todo lo que quería era seguir adelante, pero disimular de esa manera era una terrible pesadilla. Por fuera, sonreía, reía y me comportaba de manera normal; en el interior, estaba lidiando con un dolor oculto. Estaba enojada. Estaba dolida. Me culpaba a mí misma. Culpaba a Dios. Ya no encontraba valor a mi vida. Estaba completamente rota. No se lo dije a nadie. No quería que nadie lo supiera. Lidiaba una batalla mental constante que me hacía perder el sueño, y aunque intenté ocuparme en otras cosas, parecía que mis pensamientos nunca iban a dejarme descansar.
Comencé a enfermar y a sentirme peor cada día que pasaba. Pensé que era sólo estrés o que algo me había afectado. Sin embargo, después de seis semanas de constante malestar, finalmente fui a un médico. Me preguntó cuáles eran mis síntomas y luego me preguntó de inmediato si era posible que estuviera embarazada. Estaba en tal estado de negación de lo ocurrido que le dije que era virgen. Cuando la prueba salió positiva, finalmente rompí mi silencio y le conté al médico la violación.
El mundo se volvió silencioso de repente. El camino de vuelta a casa tras salir de la consulta fue el trecho más lento que jamás he caminado. Vi a tantas mujeres embarazadas a mi alrededor, pero parecía demasiado descabellado que aquello me hubiera pasado a mí.
Innumerables lágrimas acompañaron las muchas emociones de brotaban de mi corazón. Miré mi estómago y puse mis manos encima del abdomen. Allí había un bebé de seis semanas de vida.
Poco después se lo dije a mi madre. Estaba destrozada, pero me dio su apoyo en todo momento.
En los meses siguientes mi actitud y mi corazón cambiaron. Empecé a confiar en Dios y a creer que había un propósito detrás de
todo esto. Antes, mi relación con Cristo había sido muy superficial.
Admirablemente, fue durante este tiempo cuando mi trato con Dios creció hasta
un nivel que yo nunca había conocido.
Este bebé, de hecho, me dio esperanza, una razón para vivir y seguir adelante. Había vida dentro de mí, pero la realidad es que esa criatura me había dado a mí la vida.
Madre biológica por una violación, amo a mi hija.
Estaba, ciertamente, en una situación crítica, pero a pesar de mis sentimientos, mi corazón permanecía firme en sus convicciones: ¿Cómo puede justificarse la muerte de bebé por el acto cruel de un hombre que sabía lo que estaba haciendo? El violador es el culpable. El bebé es una criatura inocente.
En ocasiones me tocaba la panza que iba creciendo y pensaba: “No puedo sentirte ni verte; ni siquiera sé si eres niño o niña, pero siento que debo protegerte. Es mi deber y sólo mío, no importa lo que pase”.
Ya sea que el bebé haya sido concebido con amor o por una violación o incesto, es una persona inocente. Tras mi experiencia, llegué a la conclusión de que una vida es siempre una vida, sin importar las circunstancias de su concepción.
Escogí la adopción abierta para mi hija después de mucha oración y reflexión. Quería un hogar estable para ella y unos padres que pudieran darle tiempo y cariño. Esa fue la decisión más difícil que nunca haya tomado, pero puse sus necesidades por delante de mis deseos. La confié a una familia maravillosa. Di a luz a mi dulce niña y en el momento que posé mis ojos en su linda carita sólo pensaba lo hermosa que era mi pequeña. Nunca pensé que era un error o una tragedia. Yo le di la vida y ella me devolvió la oportunidad de recuperar una profunda y verdadera relación con Dios. Sentí que podía confiar plenamente en Él, sin importar lo que pasara.
Hoy, estoy casada con un hombre increíble que adora a mi primera hija. Juntos hemos tenido otras dos niñas y un niño. Doy charlas en escuelas, iglesia y otros grupos interesados en adopción, cuestiones pro vida, autoestima y otros aspectos relacionados. Atiendo un grupo de apoyo online para mujeres que son madres biológicas, lucho por la vida del 1% de los bebés que son condenados al aborto por haber sido concebidos en una violación o incesto, y doy todo mi respaldo a esas mujeres que necesitan ayuda y están tan asustados como yo lo estuve.
La vida de esos bebés a los que se condena despiadadamente, merece una oportunidad. Y también la merece la mujer que piensa que no hay esperanza. Hay que tomar su mano, caminar con ella ese duro camino, y creer en la capacidad que tiene para superar la violación y alumbrar vida.
“Tú (Satán) pensaste en hacerme mal, mas Dios transformó ese
mal en bien para hacer lo que vemos hoy: salvar la vida de mucha gente”. Génesis, 50,20
BIO: Jerusha
Klayman-Kingery está casada, es madre de tres hijos y madre biológica de una
niña. Es misionera a tiempo parcial, compositora, activista y conferenciante
pro vida; bloguera de Salvar El 1 (SaveThe1). Como Presidenta y Fundadora de “As His
Miracle Grows”, ella y su esposo dan conferencias y forman a jóvenes. Síguela
en Facebook Jerusha Klayman-Kingery
Pro-Life Speaker
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