Soy fruto de una violación a mi madre cuando sólo
tenía 15 años a manos de un conocido de la familia.
Mi madre, aún con la inocencia propia de una niña de
su edad, no pudo decir nada en su casa por miedo a las amenazas de la persona
que la ultrajó y la dejó embarazada.
Ella no entendía por qué su cuerpo estaba cambiando
tan rápidamente pero no se sentía con el valor suficiente para contar a su
mamá, Ana, a su abuela Mercedes y a su hermana Amanda lo que le había sucedido.
Fue algo muy doloroso para ella.
Sin embargo, la persona más afectada con esta
situación fue su abuela Mercedes. Mi madre era la niña pequeña y consentida, la
niña de sus ojos. Fue
tan grande su dolor que enfermó y, desde aquel día que conoció la noticia de la
violación, ya no fue la misma.
Mi familia buscó con ganas al hombre que había
cometido aquel horrible crimen para entregarlo a las autoridades pero él se
había marchado de la ciudad.
Mi madre y mi abuela decidieron seguir con el
embarazo, no sólo por el tiempo avanzado de gestación, sino también porque
aquel bebé inocente tenía todo el derecho del mundo a nacer.
Pasaron los meses y nací. Dice un tío de mi madre que
mi nacimiento ayudó a aliviar un poco el dolor pero la abuela de mi madre, es decir, mi bisabuela
Mercedes, no pudo superarlo y cayó a la cama enferma de depresión.
Ella pedía todos los días que me acostaran a su lado
para consentirme, besarme y contemplarme, pero su dolor no le permitió continuar
más y murió al poco tiempo.
Esto hizo que mi mama se culpara por su partida y se endureció consigo misma y
con su bebé.
En pocos meses
su hermana Amanda, mi tía, se casó con un hombre llamado Edgar, que se enamoró
de mí desde el primer momento en que me vio y se convirtió él, y también mi abuelo,
en referentes paternos.
Mis abuelos no vivían juntos desde hacían un buen
tiempo. Mi abuelo residía en otra ciudad con su propia familia; él me hacía de
padre durante las vacaciones cuando lo visitaba. Era amoroso y divertido. En todos encontraba amor pero en
mi madre notaba mucha distancia aunque muy preocupada por llenarme de regalos y
cosas materiales y no entendía el porqué.
Con el paso del tiempo, pregunté por mi padre y la
respuesta fue que había muerto antes de que yo naciera.
Cumplí los 13 años y un familiar me confesó la verdad.
Aunque descubrir la verdad resultó muy duro, aquella confesión sobre mis
orígenes me hizo entender la actitud de mi madre.
Sin embargo, nunca lo hable con ella por el temor de
lastimarla al recordarle ese momento tan
doloroso.
El tiempo fue pasando y cumplí los 21. Quedé
embarazada de mi novio Carlos pero no imaginaba que lo estaba. Fui a un chequeo
médico porque me sentía muy mal y el doctor me hizo una ecografía donde se veía
una pequeña imagen como un simple granito de arroz. Entonces, el doctor me dijo:
“Claudia, estas embarazada”.
Lejos de
importarme si el padre se haría responsable o si mi familia lo aceptaría, mis
ojos se llenaron de lágrimas, mi corazón quería saltar de amor y felicidad pero el doctor creyó que mi llanto era de
miedo y me dijo: “Claudia, si quieres abortar estás a tiempo y yo te puedo ayudar”.
Lo miré con ojos grandes, de ira y le respondí con
deseos de golpearlo: “Carnicero, daría mi vida por mi hijo; haría todo por él
sin importarme nada más”.
Salí furiosa del consultorio, busqué al papá de mi
hijo y le dije con emoción y gran fuerza: “ESTOY EMBARAZADA, lo voy a tener con
o sin tu ayuda”. A lo que él me respondió que estuviera tranquila, que
estaríamos juntos en todo aquello y que aquel bebé era tan hijo suyo como mío.
Aquellas palabras del que después sería mi esposo me llenaron de paz y ánimos.
Fuimos entonces
a hablar con mi madre. Y aquella mujer que siempre fue dura y fuerte como roca
se fundió como hierro en el fuego con esta noticia. Mi abuela estaba feliz.
La batalla se desató en el seno de la familia cuando
mi tío Edgar supo la noticia. Las mujeres de la casa deseaban que fuera una
niña pero mi tío anhelaba que fuera un varón para, así, dejar de ser el único
león de la manada y esperaba la llegada de otro hombre para que le respaldara y
lo acompañaba.
Finalmente, mi tío acabó venciendo porqué nació un
hermoso niño que acabaría por dominar a todas las mujeres, incluyéndome a mí,
su madre. Aquel niño resultó una gran bendición.
A los seis meses de nacer mi hijo Mauricio me embaracé
de mi hija Laura y 13 años después de
mi nena Ana Valeria. Mis hijos han sido mis grandes tesoros.
Años después, mi madre pidió ayuda psicológica para
superar todo el trauma que supuso la violación y yo la acompañé. Lo hicimos
juntas.
Gracias a Dios
y a la terapia recibida, se dio cuenta de que la única persona con quien podía
contar en su vida era su hija y aquel descubrimiento, feliz aunque muy tardío,
la llenó de enorme serenidad.
Mis hijos supieron esta historia en la adolescencia.
Fue duro para ellos pero lo aceptaron con la sabiduría y el amor de Dios.
Con la frase “Dios hace nacer rosas donde sólo hay
rocas” me gustaría que esta historia llegara a todas las mujeres que no saben
qué hacer cuando se encuentran en una situación parecida o se plantean la
posibilidad de abortar.
Todo en mi vida lo pude lograr con el ser maravilloso
al que siempre le dije "papá", y ese ser maravilloso, celestial, se
llama Jesús. A Él acudí siempre, en todo momento y también a su Santa Madre,
María.
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