Por María Elena Quevedo
Hola, he visto muchos testimonios de mujeres fuertes que decidieron enfrentar su maternidad no planeada. Por eso, creí que sería bueno compartir el mío.
Crecí en una buena familia que se preocupó por cuidarme y darme educación privada. Pese a esto mi madre era una mujer rígida y abusiva, que no le bastaba con pegarme sino que nos humillaba a mis hermanos y a mí y siempre nos decía que estaba arrepentida de tenernos. Mi padre, aunque cariñoso y de corazón noble, era ausente y viajaba mucho por trabajo.
Una noche cuando tenía 15 años dos hombres me emboscaron, me subieron a una camioneta, me dieron una extraña bebida a la fuerza, me golpearon y abusaron de mí varias veces. Con esto empecé a perder el sentido de vida y encima de todo mi mamá me reprochó hasta el cansancio cuánto había gastado en enjuiciarlos, así que al año siguiente me fui de la casa para buscar paz.
Por supuesto, no sabía a qué me estaba exponiendo. Empecé a juntarme con malas compañías, a beber mucho, consumir drogas, dejé la escuela y me alimentaba muy mal porque mi sueldo como empleada de mostrador no era suficiente. Había días que me los pasaba alcoholizada y otros sólo deprimida y encerrada.
Después de unos años sobrellevando ese estilo de vida, a los 20 descubrí que estaba embarazada. Me moría de miedo, recuerdo haberme hecho 3 pruebas de embarazo porque no lo creía. Vivía en una vieja cabaña que me prestaba una amiga, ganaba unos $500 por semana y mi salud no estaba en su mejor momento. Mi primer pensamiento fue abortar.
Mis amigos del momento me presionaban mucho para hacerlo, me insistían que no tenía nada que ofrecer a ese hijo, que era muy joven y que no tenía sentido traer alguien al mundo a sufrir como hacía yo.
Un día pasaron por mí para llevarme a una clínica ILE, me decían que era más barato abortar que mantener a un crío por 25 años, pero a mí algo me decía que no era correcto. Salí de la clínica a tomar un respiro y el ambiente tétrico del lugar me hizo alejarme, no me atreví, dejé a mis amigos ahí y huí tan pronto como pude.
Cuando llegué a mi casa lloré incansablemente hasta no poder más. Estaba sola con esto y mi conciencia me reclamaba el hecho de que buscara matar a otro para ser feliz o al menos cumplir algún ideal de los que anhelaba. Pensé: "¿ Por qué quiero hacer esto?" Y llegué a la conclusión de que era porque no tenía dinero para mantener al bebé y por lo que opinaran los demás. Después de profundizar y poner las cosas en balance me di cuenta que el dinero es sólo papel y la vida de un ser humano no se puede entregar sólo así por papel impreso.
Pensé en dar al bebé en adopción, tampoco me sentía digna de ser madre porque si no sabía ni cuidarme a mí misma por supuesto no sabría cuidar a un tercero. Dejé de fumar, dejé de beber, la marihuana, empecé a comer mejor, a tomar más agua, a hacer mejor mi trabajo y con ello a ganar un poco más, a hacer ejercicio pues debía estar fuerte para el parto. Dejé a mis malas amistades, dejé de salir en las noches. Exponerme a cualquier cosa arriesgaba también a mi bebé. Poco a poco esa vida en mi vientre me enseñó a cuidarme, valorame y amarme.
Cuando nació la bebé, después de una labor de parto de 15 horas, la médica la puso en mi pecho y me dijo: "Lo hicieron muy bien. Abrace a su bebé, es una hermosa niña, felicítence por este trabajo en equipo". Yo la abracé inmediatamente y le dije: "Hija, te prometo con el corazón siempre cuidarte y protegerte". Y me quedé con ella, la llamé Sophia, por la sabiduría que me había regalado.
Su primer año de vida fue muy difícil, no sabía cómo atender a un bebé y tuve que aprender por instinto, era madre soltera, no tenía amigos ni familia de apoyo, trabajé limpiando casas, vendiendo gelatinas, tamales o atendiendo una farmacia, trabajos todos inestables dónde pudiera llevar a mi bebé porque no tenía quien la cuidara. Tenía tan mala economía que comía sólo una vez por día y apenas pesaba 36 Kg. Como era de esperarse mis viejos amigos se burlaban mucho de mí y decían: "Te lo dije".
Yo lloraba mucho, estaba agotada.
La amiga que me prestaba la casa se dio cuenta y empezó a ayudarme a cuidar a la niña para que pudiera trabajar, muchas veces me regalaba leche y pañales, despensa o dinero para pasar la semana, me dio mucho apoyo emocional y se preocupó por la nena como si fuera de su familia. Con su ayuda encontré un trabajo estable, busqué una guardería y pude pagar la renta de un departamento. Me puse más creativa, vendía ropa de mi bebé en línea, daba clases a escolares, hacía postres por pedido y lo que la circunstancia ameritara.
Nos iba cada vez mejor, se abrieron todas las posibilidades.
Sophia era toda una bendición, una niña sana, fuerte y carismática que me fortalecía y me obligaba a buscar mejores opciones. Cuando logramos establecernos, empecé siendo asistente administrativo y vivía en un lugar modesto. Han pasado ya 6 años y me sigue sorprendiendo la forma en que ese embarazo inesperado no sólo me salvó la vida sino que me hizo descubrir habilidades que no sabía que tenía.
Ahora estoy casada con un muy buen hombre y padre, tuve otras dos hijas y tengo un puesto directivo en una empresa de prestigio.
Valió más la pena defender la vida de mi hija que mantener mis amistades.
Nota: María Elena Quevedo es mexicana, está casada y es madre de tres hijas. En este momento ostenta un puesto directivo en una importante empresa.
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