Testimonio de vida y amor incondicional
En medio del dolor más profundo, una mujer decidió decir sí a la vida. Su hija,
Johana Ramírez, nos comparte una historia real y conmovedora que nos recuerda
que, incluso en las circunstancias más oscuras, Dios puede sembrar esperanza.
Una historia de fe, valentía y amor que transforma.
“No soy fruto de un amor
humano, pero sí soy hija del amor de Dios”
El miedo la invadía, no solo por lo que había vivido, sino por el futuro que ahora cargaba en su vientre. Vivía con mis abuelitos y temía especialmente la reacción de mi abuelo. Sabía que tendría que enfrentarse a muchos prejuicios y juicios, pero en medio de la angustia y el dolor, su fe fue más fuerte.
Mi madre nunca vio en mí el
rostro de su agresor. Al contrario, siempre me miró como un regalo
inesperado, un milagro dentro de una tragedia. Su corazón, profundamente
herido, encontró consuelo en la certeza de que “mi bebé no tiene la culpa”.
Con esas palabras, eligió darme la vida.
Mucho tiempo después, en una
conversación íntima, me compartió su historia. Me habló de sus temores, del
silencio que guardó, de los pensamientos que la atormentaban… pero también del
amor que creció en ella desde que supo de mi existencia. Me dijo que no podía
imaginar su vida sin mí. A pesar del sufrimiento, nunca se arrepintió de
haberme tenido.
Aunque no fui concebida en el
amor humano, soy fruto de un amor aún más grande: el amor de Dios. Y eso
ha definido toda mi existencia.
Crecí con el cariño, la entrega
y la fe de una mujer valiente. Mi madre me dio lo mejor de sí: su tiempo, su
ternura, su protección. Me formó con valores sólidos: el respeto, el perdón, la
dignidad, la gratitud, y sobre todo, el amor a Dios. Nunca me sentí hija de una
violación. Me he sentido siempre hija de una mujer extraordinaria que me enseñó
que la vida es un bien sagrado.
Hoy, quienes nos conocen suelen
decir que ella está muy orgullosa de mí, pero la verdad es que soy yo quien
está profundamente orgullosa de ella. Juntas construimos una relación que
va más allá de madre e hija: somos amigas, cómplices, y el mayor apoyo mutuo.
Incluso mi abuelo, cuya
reacción tanto temía mi madre, me ha amado con ternura desde el primer día.
Dios tocó también su corazón.
Sé que una violación deja
heridas profundas. Pero estoy convencida de que el aborto no las sana; solo
añade una más. El aborto nunca es la solución. Lo que sí puede sanar es el
amor, la fe y la decisión valiente de seguir adelante.
Doy gracias a Dios cada día por
el milagro de estar viva, por haber sido elegida por una madre capaz de amar en
medio del dolor, y por haber aprendido que, donde el mundo ve ruinas, Dios
puede levantar jardines.
Sí, no fui concebida en un
amor humano… pero soy hija del más puro amor que existe: el amor de Dios.