Friday, July 25, 2025

Dios hace nacer rosas donde sólo hay rocas

 Hola, soy Claudia Marcela y soy colombiana.

Soy fruto de una violación a mi madre cuando sólo tenía 15 años a manos de un conocido de la familia.

Mi madre, siendo apenas una niña, cargaba aún con la inocencia propia de su edad cuando sufrió un acto atroz que cambió su vida para siempre. Por miedo a las amenazas de su agresor, no pudo contarle a nadie en casa lo que había vivido. Su cuerpo comenzaba a transformarse, sin que ella comprendiera del todo por qué, pero el temor le impidió hablar con su mamá Ana, su abuela Mercedes o su hermana Amanda.

El dolor fue inmenso, pero quien más se vio afectada por la noticia fue su abuela Mercedes. Mi madre era su niña consentida, la luz de sus ojos. Enterarse de lo que había ocurrido fue un golpe tan devastador que enfermó y nunca volvió a ser la misma.

Mi familia buscó sin descanso al responsable, con la intención de entregarlo a las autoridades, pero ya había huido de la ciudad. Pese a todo, mi madre y mi abuela decidieron continuar con el embarazo. No sólo porque ya estaba avanzado, sino porque comprendieron que ese bebé —yo— no tenía culpa alguna y tenía derecho a vivir.

Meses después nací. Un tío de mi madre solía decir que mi llegada alivió, aunque fuera un poco, tanto dolor. Sin embargo, mi bisabuela Mercedes no logró superar el sufrimiento. Se sumió en una profunda depresión. Cada día pedía que me acostaran a su lado, para abrazarme, besarme y contemplarme, pero su pena la fue apagando lentamente, hasta que partió poco después.

Su muerte dejó en mi madre una culpa inmensa. Se endureció consigo misma y conmigo, su bebé. Aunque me cuidaba y me llenaba de regalos, yo sentía la distancia, un vacío que no entendía entonces.

Con el tiempo, mi tía Amanda se casó con Edgar, un hombre que me tomó en brazos con amor desde el primer instante. Fue para mí un verdadero padre, al igual que mi abuelo materno, que aunque vivía en otra ciudad, me recibía con cariño en cada visita. Me sentía amada por todos, excepto por mi propia madre, cuya frialdad me confundía.

Cuando pregunté por mi padre, me dijeron que había muerto antes de que yo naciera. No fue hasta que cumplí 13 años que un familiar me reveló la verdad. Fue un golpe muy duro, pero también me permitió comprender el comportamiento de mi madre, su distancia, su lucha silenciosa.

Nunca tuve el valor de hablarlo con ella. Temía abrir heridas que aún no habían sanado.

A los 21 años, sin saberlo, quedé embarazada. Fui al médico por malestares, y durante una ecografía me mostraron una pequeña figura en la pantalla, apenas un puntito. El doctor me dijo: “Claudia, estás embarazada”. En ese momento, no pensé en si el padre respondería ni en cómo reaccionaría mi familia. Lloré de emoción, con un amor indescriptible. El médico, al ver mis lágrimas, creyó que lloraba por miedo y me ofreció ayuda para abortar. Me miró con seriedad y me dijo: “Si quieres interrumpir el embarazo, estás a tiempo”.

Lo miré fijamente, indignada, y le respondí con una fuerza que no sabía que tenía:
“¡Carnicero! Daría mi vida por mi hijo, haría todo por él sin importarme nada más”.

Salí del consultorio con el corazón encendido, busqué al padre de mi hijo, Carlos, y le dije con firmeza:
“Estoy embarazada. Lo voy a tener, con o sin tu ayuda”.

Su respuesta me llenó de paz:
“Tranquila, vamos a estar juntos en esto. Ese bebé es tan mío como tuyo”.

Poco después, fuimos a contárselo a mi madre. Aquella mujer que siempre fue fuerte como una roca se deshizo en lágrimas al oír la noticia. Mi abuela estaba feliz. Sin embargo, en la familia estallaron todo tipo de emociones. Las mujeres soñaban con una niña; mi tío Edgar, en cambio, deseaba un varón que lo acompañara entre tantas mujeres.

Y así fue: nació mi hijo Mauricio, un niño que conquistó todos los corazones, incluido el mío. Fue una bendición inmensa. A los seis meses, supe que venía en camino mi hija Laura, y trece años después llegó mi pequeña Ana Valeria. Mis hijos son mis mayores tesoros.

Mis hijos conocieron esta historia en la adolescencia. No fue fácil, pero la asumieron con la madurez y el amor que sólo Dios puede sembrar.

Hoy quiero que este testimonio llegue a aquellas mujeres que se encuentran frente a decisiones difíciles, especialmente cuando piensan en la posibilidad de abortar. Quiero que sepan que, aunque el dolor sea inmenso, la vida siempre es un milagro.

Con mi madre y dos de mis hijos.

“Dios hace nacer rosas donde sólo hay rocas”.
Y mi vida —y la de mis hijos— es testimonio de ello.

Todo lo he logrado con el apoyo de un ser maravilloso a quien siempre llamé “papá”: Jesús. A Él acudí en todo momento, y también a su Santa Madre, María, que nunca me abandonaron.

Con mis niñas, mis tesoros.

Saturday, July 19, 2025

No soy fruto de un amor humano, pero sí soy hija del amor de Dios

 Testimonio de vida y amor incondicional

En medio del dolor más profundo, una mujer decidió decir sí a la vida. Su hija, Johana Ramírez, nos comparte una historia real y conmovedora que nos recuerda que, incluso en las circunstancias más oscuras, Dios puede sembrar esperanza.
Una historia de fe, valentía y amor que transforma.

“No soy fruto de un amor humano, pero sí soy hija del amor de Dios”

Mi nombre es Johana Ramírez, soy de Colombia, y mi vida comenzó marcada por el dolor más desgarrador que vivió mi madre: una violación a los 25 años. Tras ese acto atroz, ella quedó sumida en la desesperanza, suplicándole a Dios una razón para no rendirse. Esa razón llegó cuando supo que estaba embarazada de mí.


El miedo la invadía, no solo por lo que había vivido, sino por el futuro que ahora cargaba en su vientre. Vivía con mis abuelitos y temía especialmente la reacción de mi abuelo. Sabía que tendría que enfrentarse a muchos prejuicios y juicios, pero en medio de la angustia y el dolor, su fe fue más fuerte.

Mi madre nunca vio en mí el rostro de su agresor. Al contrario, siempre me miró como un regalo inesperado, un milagro dentro de una tragedia. Su corazón, profundamente herido, encontró consuelo en la certeza de que “mi bebé no tiene la culpa”. Con esas palabras, eligió darme la vida.

Mucho tiempo después, en una conversación íntima, me compartió su historia. Me habló de sus temores, del silencio que guardó, de los pensamientos que la atormentaban… pero también del amor que creció en ella desde que supo de mi existencia. Me dijo que no podía imaginar su vida sin mí. A pesar del sufrimiento, nunca se arrepintió de haberme tenido.

Aunque no fui concebida en el amor humano, soy fruto de un amor aún más grande: el amor de Dios. Y eso ha definido toda mi existencia.


Crecí con el cariño, la entrega y la fe de una mujer valiente. Mi madre me dio lo mejor de sí: su tiempo, su ternura, su protección. Me formó con valores sólidos: el respeto, el perdón, la dignidad, la gratitud, y sobre todo, el amor a Dios. Nunca me sentí hija de una violación. Me he sentido siempre hija de una mujer extraordinaria que me enseñó que la vida es un bien sagrado.

Hoy, quienes nos conocen suelen decir que ella está muy orgullosa de mí, pero la verdad es que soy yo quien está profundamente orgullosa de ella. Juntas construimos una relación que va más allá de madre e hija: somos amigas, cómplices, y el mayor apoyo mutuo.

Incluso mi abuelo, cuya reacción tanto temía mi madre, me ha amado con ternura desde el primer día. Dios tocó también su corazón.

Gracias a la decisión valiente de mi madre, hoy tengo una familia hermosa. He formado un hogar con el hombre que amo y con nuestros hijos, que son el mayor regalo que Dios me ha dado. La vida que mi madre protegió es ahora fuente de nuevas vidas.

Sé que una violación deja heridas profundas. Pero estoy convencida de que el aborto no las sana; solo añade una más. El aborto nunca es la solución. Lo que sí puede sanar es el amor, la fe y la decisión valiente de seguir adelante.

Doy gracias a Dios cada día por el milagro de estar viva, por haber sido elegida por una madre capaz de amar en medio del dolor, y por haber aprendido que, donde el mundo ve ruinas, Dios puede levantar jardines.

Sí, no fui concebida en un amor humano… pero soy hija del más puro amor que existe: el amor de Dios.