Hola, soy Claudia Marcela y soy colombiana.
Soy fruto de una violación a mi madre cuando sólo tenía 15
años a manos de un conocido de la familia.
Mi madre, siendo apenas una niña, cargaba aún con la
inocencia propia de su edad cuando sufrió un acto atroz que cambió su vida para
siempre. Por miedo a las amenazas de su agresor, no pudo contarle a nadie en
casa lo que había vivido. Su cuerpo comenzaba a transformarse, sin que ella
comprendiera del todo por qué, pero el temor le impidió hablar con su mamá Ana,
su abuela Mercedes o su hermana Amanda.
El dolor fue inmenso, pero quien más se vio afectada por la
noticia fue su abuela Mercedes. Mi madre era su niña consentida, la luz de sus
ojos. Enterarse de lo que había ocurrido fue un golpe tan devastador que
enfermó y nunca volvió a ser la misma.
Mi familia buscó sin descanso al responsable, con la
intención de entregarlo a las autoridades, pero ya había huido de la ciudad.
Pese a todo, mi madre y mi abuela decidieron continuar con el embarazo. No sólo
porque ya estaba avanzado, sino porque comprendieron que ese bebé —yo— no tenía
culpa alguna y tenía derecho a vivir.
Meses después nací. Un tío de mi madre solía decir que mi
llegada alivió, aunque fuera un poco, tanto dolor. Sin embargo, mi bisabuela
Mercedes no logró superar el sufrimiento. Se sumió en una profunda depresión.
Cada día pedía que me acostaran a su lado, para abrazarme, besarme y
contemplarme, pero su pena la fue apagando lentamente, hasta que partió poco
después.
Su muerte dejó en mi madre una culpa inmensa. Se endureció
consigo misma y conmigo, su bebé. Aunque me cuidaba y me llenaba de regalos, yo
sentía la distancia, un vacío que no entendía entonces.
Con el tiempo, mi tía Amanda se casó con Edgar, un hombre
que me tomó en brazos con amor desde el primer instante. Fue para mí un
verdadero padre, al igual que mi abuelo materno, que aunque vivía en otra
ciudad, me recibía con cariño en cada visita. Me sentía amada por todos,
excepto por mi propia madre, cuya frialdad me confundía.
Cuando pregunté por mi padre, me dijeron que había muerto
antes de que yo naciera. No fue hasta que cumplí 13 años que un familiar me
reveló la verdad. Fue un golpe muy duro, pero también me permitió comprender el
comportamiento de mi madre, su distancia, su lucha silenciosa.
Nunca tuve el valor de hablarlo con ella. Temía abrir
heridas que aún no habían sanado.
A los 21 años, sin saberlo, quedé embarazada. Fui al médico
por malestares, y durante una ecografía me mostraron una pequeña figura en la
pantalla, apenas un puntito. El doctor me dijo: “Claudia, estás embarazada”. En
ese momento, no pensé en si el padre respondería ni en cómo reaccionaría mi
familia. Lloré de emoción, con un amor indescriptible. El médico, al ver mis
lágrimas, creyó que lloraba por miedo y me ofreció ayuda para abortar. Me miró
con seriedad y me dijo: “Si quieres interrumpir el embarazo, estás a tiempo”.
Lo miré fijamente, indignada, y le respondí con una fuerza
que no sabía que tenía:
“¡Carnicero! Daría mi vida por mi hijo, haría todo por él sin importarme
nada más”.
Salí del consultorio con el corazón encendido, busqué al
padre de mi hijo, Carlos, y le dije con firmeza:
“Estoy embarazada. Lo voy a tener, con o sin tu ayuda”.
Su respuesta me llenó de paz:
“Tranquila, vamos a estar juntos en esto. Ese bebé es tan mío como tuyo”.
Poco después, fuimos a contárselo a mi madre. Aquella mujer
que siempre fue fuerte como una roca se deshizo en lágrimas al oír la noticia.
Mi abuela estaba feliz. Sin embargo, en la familia estallaron todo tipo de
emociones. Las mujeres soñaban con una niña; mi tío Edgar, en cambio, deseaba
un varón que lo acompañara entre tantas mujeres.
Y así fue: nació mi hijo Mauricio, un niño que conquistó
todos los corazones, incluido el mío. Fue una bendición inmensa. A los seis
meses, supe que venía en camino mi hija Laura, y trece años después llegó mi
pequeña Ana Valeria. Mis hijos son mis mayores tesoros.
Mis hijos conocieron esta historia en la adolescencia. No
fue fácil, pero la asumieron con la madurez y el amor que sólo Dios puede
sembrar.
Hoy quiero que este testimonio llegue a aquellas mujeres que
se encuentran frente a decisiones difíciles, especialmente cuando piensan en la
posibilidad de abortar. Quiero que sepan que, aunque el dolor sea inmenso, la
vida siempre es un milagro.
“Dios hace nacer rosas donde sólo hay rocas”.
Y mi vida —y la de mis hijos— es testimonio de ello.
Todo lo he logrado con el apoyo de un ser maravilloso a quien siempre llamé “papá”: Jesús. A Él acudí en todo momento, y también a su Santa Madre, María, que nunca me abandonaron.