por Jime Navarro
No me cansaré de ser testimonio de cuán grande ha sido el Amor y Misericordia
de Dios con mi familia.
Hace ya 19 años di a luz a mi primera hija con 22 semanas de
gestación. En un primer momento, pensé que nacería muerta como ocurre en un
aborto involuntario pues, por la edad gestacional, era casi imposible que
viviese. Pero, de repente, escuché un llanto y me dijeron que era una hermosa
niña...
Respiró solita y después de 24 horas, una enfermera se percató
de que un pulmón estaba colapsado. De inmediato, y como en mi país no se
andan con el librito, el pediatra tomó su navaja "victorinox" y abrió
el pulmón por un costado debajo de la pequeña axila. Él y un neonatólogo pasaron
26 horas seguidas turnándose con una perilla dentro del pulmón dandole oxígeno
a la niña, hasta que llegó una ampolleta difícil de conseguir para que se
terminaran de desarrollar los pulmones.
Tuvo que estar 10 días con oxígeno y el pronóstico era pésimo;
todos los días me decían que no pasaría la noche. Los primeros diez días, los
pasé en terapia intensiva junto a ella, viéndola llena de tubos y rogándole a
mi marido que la desconectáramos y nos la lleváramos, pero el médico me dijo
que él no era Dios, que sólo era un instrumento y que ella luchaba más que
ninguno, que le diera la oportunidad de luchar.
Los días eran muy largos en el hospital, y cuando alguien
llegaba con víveres o salía a comer algo, simplemente, el alimento no me
entraba; mi esposo me dijo que él también sufría y que me necesitaba y me
prometí no llorar más pero el médico me decía que si no lloraba me daría
un infarto, que me bañara y me cambiara, que comiera y durmiera.
El hospital era carísimo, y tuve que dejarlo para ir cada día de
6 am a 4pm que llegaba mi esposo por mí, y regresábamos de 7 a 11 cuando el
doctor ya la había visitado y había cambio de turno de enfermera, sólo para
saber quién estaría a su cuidado por la noche, y llamar por teléfono a las 3 o
4 de la mañana para comprobar cómo se encontraba.
Así pasó todo el primer y segundo mes, en tanto los doctores me
daban los peores pronósticos y yo y mi esposo nos tragábamos los libros
que cogíamos de sus consultorios y el expediente, hasta que el médico me
regañó y me dijo que, mientras más me informaba, más difícil sería, pues
clínicamente era imposible que no hubiera ningun daño, resultado de tantos días
de oxígeno. Podría quedar ciega o con estrabismo, sorda o con un retraso mental
severo y, en el menor de los casos, con alergias o asma.
Al momento de nacer, cuando la llevaron a la incubadora, mi
esposo me invitó a verla y yo no quise acercarme, no quería sufrir y estaba
segura que moriría, pero mi abuela me regañó y me dijo que yo era su madre y
que me portara como tal, que la niña me necesitaba y que tuviera fe. Me dio una
estampa del Padre Pío con una pequeña reliquia, un escapulario verde y la
estampa de la Virgen de la Encarnación, aceite de san Charbel y agua de
Lourdes. Todo eso para mí que era mujer sólo de los Domingos a Misa, aunque muy
consciente de la religión. Me confesaba y comulgaba y me había casado virgen,
pero de ahí a tener mucha fe, la verdad no.
Así que un día, con todo el mar de gente que me acompañó sólo la
primera semana de la iglesia al hospital y de regreso, amigos, familia, mis
padres, mi esposo, me quedé viendo a toda esa gente y empecé a descartar uno
por uno a los que podían ayudarme y asegurarme que me llevaría a mi hija sana a
mi casa. Y quien más que mi mamá que me ama más que nadie en este mundo, ni
siquiera mi marido. Y ahí estaba, llorando conmigo y ella, mi mamá, tampoco me
servía de nada.
Entonces, tomé mi estampa de la Virgen de la Encarnación y
todos los días le decía que me prestara su vientre, ya que yo no había servido
como mamá, ella podría terminar de incubar a mi hija y le pedí al Padre Pío que
no se separara de mi hija hasta que la dieran de alta. Todos los días tenía que
ponerle aceite si es que quería tocarla pues su piel se pegaba en mis dedos.
Entonces a diario le ponía el aceite de San Charbel y su agua de Lourdes,
suplicando a Dios que me la dejara. Tres meses atrás, en cuanto supe de
mi embarazo, mi hermana Hania escogió su nombre: Valeria. Sabíamos, no sé por
qué, que sería niña, y el nombre le quedó hecho a la medida pues su valentía
nos admiraba. Se asía del dedo de su padre y no lo soltaba. No conocí su carita
hasta dos meses después cuando le quitaron la venda de los ojos. Sólo su nariz
respingada que resaltaba dentro de ese cuerpecillo flaco oscuro y lleno de
pelos que pesaba solo 700 gr. menos de un kilo, la cantidad de carne que yo
compro para dos personas. Y llegaron los peores días y lo que nadie
quería que sucediera, pasó: tuvo una infección.
Ese día me despedí de ella, le reproché a mi esposo que me
hubiera dejado acercarme, pues hubiera sido más fácil no verla y hacer como que
nada había pasado.
Pasaron los dias y la cuenta del hospital crecía, me humillaron
pero aún así no la saqué del hospital, los médicos pasaron toda la terapia
intensiva al área de cuneros para que cobraran menos, se traían de otros
hospitales las mangueras y todo lo que podían para que la cuenta no subiera
tanto. A mí no me importaba pero mi esposo tenía doble pesar; mi esposo me
pidió que fueramos por un sacerdote que tiene el poder de sanación y lo
llevamos al hospital, y la gente dejó de ir, y mi papá pasaba de incógnito
disfrazado de doctor sólo para verla y hablarle, y ella lo reconocía pues
escuchaba su voz y se movía, pataleaba. Nunca la escuché llorar pues no podía
por los tubos, hasta que un 21 de noviembre de 1997 por la tarde me dijeron que
fuera a comprar una cuna pues me llevaría a mi hija a mi casa.
Mi esposo fue a comprar una caja de champagne que metimos de
incognito para festejar con doctores y enfermeras y me la encargaron mucho, me
enseñaron a bañarla y a darle el biberón, le tomé su primera foto pues yo no
quise tomarle antes, y por la tarde el hospital ya estaba lleno de gente otra
vez para recibir a Valeria y acompañarla hasta la casa.
Los médicos nos dieron estrictas indicaciones, entre ellas
que no saliera y entrara nadie, sólo yo y su padre, pero ese mismo día, todo el
mundo la cargó y la besó. Mi esposo estaba enojado pero yo agradecida pues toda
esa gente había orado por ella y si Dios había permitido que me la llevara por
algo sería, no se la iba a negar a nadie, ella era hija de todos los que habían
llorado y orado por ella.
Hoy, es una chica de 18 años, hermosa y sana, que grita como si
tuviera 4 pulmones y jamás se ha enfermado sólo 2 veces y de resfriado. El
pasado agosto con todo el corazón apachurrado pero felices, la dejamos en la
Universidad, esperando que logre sus sueños y planes siempre bajo la Bendicion
de Dios.
Alabado sea el Señor, Alabado sea su nombre, Ababado sea,
verdadero Dios y verdadero Hombre, Alabado sea en el Santísimo Sacramento del
altar. Y gracias infinitas a mi Santísima Madre de la Encarnación y al
Padre Pío, a San Charbel y a todas las personas que oraron por mi valiente y
hermosa hija Valeria. Y a mi mamá que sufría el doble por su nieta y por mí.
Jamás dejen de confiar, la Misericordia de Dios es infinita.
Jime Navarro, California (USA), ha compatido su emotivo testimonio con SalvarEl1
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